“Soy pobre y siempre lo fui, pero nunca nadie me quitó la dignidad, excepto mi marido”

Doña María tiene 88 años y confiesa las duras injusticias que pasó durante gran parte de su vida. Hoy, agradece a Dios y la virgen por poder ayudar desde su humilde posición, como persona común, a los que necesitan.

Detrás de la puerta más humilde del barrio Fénix habita doña María (pseudónimo para preservar su identidad) desde hace más de treinta años. La historia que resguardan sus ojos grises se reduce a una pequeña habitación alquilada que sirve como cocina, comedor, dormitorio, depósito y un baño.

Una pequeña lámpara tiñe el ambiente de amarillo. Huele a humedad. El correr del tiempo se deja oír por el tic tac de la gota que cae continuamente por una vieja canilla. Desde un rincón cuelga una cáscara de naranja seca. En la mesa hay una mezcla de objetos y en su aparador conserva todos los santos que la cuidaron desde niña.

De mañana, doña María se levanta y va inventándose la vida como Dios se la dejó. Lo primero en su lista de tareas es rezar el rosario, poner el agua para el mate y encender la radio. Luego, sigue con sus quehaceres cotidianos. Abre una lata desgastada. Saca retazos de lana y comienza a tejer.

“Este es el último cuadradito al crochet para completar la frazada” exclama sonriente. “Todos los días me propongo tejer algo para donar a la capilla Santa Rita.  Mi objetivo de vida es ayudar a quienes tienen menos que yo y Dios me da las fuerzas” agrega.

Sus ojos son el espejo de una infinita serenidad. Dentro de cada surco de su cara y su cuerpo se esconde su historia, sus anécdotas y un latido más del corazón. Su cabello está lleno de canas y su memoria es impecable.

Ella tiene 88 años y asegura que es pobre desde siempre. Sin embargo, eso nunca fue su problema: “La vida me ha sacudido con fuerza. He sido indigente desde niña, pero jamás le tuve miedo a la pobreza, sino a mi marido”.

***

Una mirada al pasado

Oriunda de Monte de los Gauchos, doña María vivió 14 años en una carpa junto a sus padres y ocho hermanos. Las paredes estaban construidas con recortes. Un poco de madera, un poco de chapa, un poco de ladrillos. El techo era lo único nuevo.

“Pasar el invierno era lo más duro. En una camita chica dormíamos cuatro y no teníamos colchón, poníamos trapos. Pero pese a nuestra situación económica, mis padres nunca nos mandaron a trabajar”, cuenta.

En el patio, se encontraba la huerta que proveía a toda la familia. Con las verduras cocinaban la popular “sopa chica” y comer arroz era como hoy en día comerse un asadaso porque se importaba. “Puedo decir gracias a la virgen santísima que yo soy una persona sana porque he comido eso desde niña” dice María mientras dirige la mirada hacia sus santos.

Fue a la escuela y completó los seis años del primario. Un día tuvo la oportunidad de cumplir su gran sueño: ser pianista. Su padre era hojalatero y trabajaba en el hotel de una señora española que se ofreció a darle clases gratis. En ese mismo momento se terminó todo. El dinero no les alcanzaba para comprar los libros que necesitaba en sus clases.

El mismo día de su cumpleaños número catorce su madre tuvo trillizos. A los cuatro meses dos de ellos fallecen por causa de una diarrea estival. Al comienzo de ese mismo año, su hermana de 11 años también perdió la vida.

“Cada día tropezábamos aún más. En el pueblo, al conocer nuestra situación muchas personas se unieron para recolectar ladrillos y construirnos una casa.  También, llegó a oídos de la vicepresidenta que en ese momento era la señora Eva Perón y en el vagón de un tren nos mandó colchones, cobijas, zapatillas, juguetes, etc.” asiente María.

En 1947 comienza a trabajar como ayudante quirúrgica en un hospital. Al cabo de un año, la despiden por motivos políticos. Consigue un lugar como cocinera en un hotel, pero la despiden por comer un pedazo de pan.

“Otro duro golpe para mi vida fue la separación de mis padres. Teníamos la casa, pero ya no la felicidad. Fue entonces cuando conocí a las personas que me emplearon cama adentro en su estancia de Río Cuarto”, relata con un dejo de tristeza.

Los días más oscuros

“Llegué a Río Cuarto con 17 años. Tenía miedo. Extrañaba a mi familia y a mi pueblo”, dice María. “Luego conocí a la persona que fue mi marido y abusó de mí” confiesa.

Al principio la relación era buena y sana. Se llevaban bien. Se casaron. Tuvieron cinco hijos. Pero al cabo de diez años, cuando menos lo imaginó, sus sueños se rompieron en mil pedazos.

Los días de colores pasaron a ser oscuridad. El amor y el cariño se transformaron en violencia y agresión sexual. “Nunca entendí qué le pasó a esa persona, yo lo conocí calmo y amable. Incluso era el presidente del centro de hombres de la acción católica en la Fátima”.

Cierta vez, cuenta, su marido la empujó contra una pared y le golpeó la cara. Ese golpe quebró su hueso cigomático y perdió la visión en un ojo de manera terminal.  Al sentir sonidos extraños, sus vecinos se acercaron y la aconsejaron para que realizara una denuncia. La policía no le creyó. Le pidieron fotos de comprobación, las cuales era imposible que existieran.

“Cuando me golpeaba amenazaba a mis hijos para que testificaran que yo era borracha y los moretones eran causa de mis caídas. Él me había dominado, yo no podía defenderme. Me sentía vulnerable” recuerda María y reconoce que toda esa violencia la envolvió en una depresión.

Estos actos de violencia continuaron durante muchos años. Un día, su marido decidió dejarla en situación de calle. Le cerraba la puerta en la cara. Sólo podía visitar a sus hijos los domingos y el resto de los días él abusaba de ellos.

“Lo único que yo no puedo perdonar en mi corazón es la violación que sufrieron mis hijos. Pero lo peor y más doloroso, es que uno de mis nietos es fruto de esos terroríficos abusos. Hoy en día, nadie se atreve a confesarle su verdadera identidad”.

Reflexión

“La felicidad se esconde, pero aun así, a veces se la encuentra”. Esta es la frase que doña María tiene escrita en su calendario. Cuenta que valora cada día que pasa como si fuera su último día y que agradece a Dios y a la virgen por haberla salvado de su pasado tan duro.

“Vivo sola en una pequeña casita alquilada. No tengo como bañarme, tengo que calentar agua en la cocina, no tengo calefón, el piso no sirve, pero tengo un techo y nietos que colman mi felicidad”, dice ella mientras revuelve el dulce de mandarina que tiene en su olla tiznada.

– ¿Para qué tanto dulce doña María?

– Siempre colaboro con alguien que necesita. Me llena el corazón ver sus sonrisas al recibirlo.

Hay personas que llevan una vida difícil como la que me tocó a mí, sin poder salir. Hoy, desde mi humilde posición como persona común, agradezco el poder ayudar y contar esta historia que seguramente es también la de mi vecina, la de tu amiga y la de tantas mujeres que no se animan a confesar.

Hagámoslo por nosotras mismas y tratemos de romper con el machismo que tanto nos hostiga.

Mailén Gelardino

Estudiante de Comunicación Social. Esta producción fue realizada en el marco de la cátedra Comunicación Impresa Aplicada.

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