Pobreza y marginalidad: Los invisibles
“Sólo tenemos soledad y la soledad es el peor amigo”, dice Juan Aguade. Con su hermano Luciano se refugian en una piecita abandonada del Andino. Cuentan cómo es vivir al día
En medio del Andino hay una piecita blanca de seis metros cuadrados con una puerta en el frente y una ventana en el costado derecho, ambas de una madera ya muy deteriorada y cubiertas por rejas negras. La fachada está decorada con un grafiti negro a la derecha de la puerta, con la frase “Basta de culpar a CALLEJEROS”. En su interior, tirados en el suelo, hay dos colchones gastados y sucios y, sobre cada uno de ellos, una manta en las mismas condiciones. Gran parte de sus paredes grises están cubiertas por azulejos blancos, algunos ya rotos y, en la parte superior, asoman ganchos de fierro, huellas de lo que en algún momento fue un depósito ferroviario.
En lugar de mesas y sillas, baldes de plástico y un tronco que funciona como silla o como mesa, según la ocasión. En un rincón hay un baño de dos metros cuadrados, tan estropeado como el resto del lugar. Por la ventana se puede ver un cielo gris y algunas gotas que caen, como si el clima intentara transmitir la tristeza y desesperanza que genera vivir en un lugar así, completamente desgastado por el abandono y el paso del tiempo. Allí viven Juan y Luciano Aguade, dos hermanos de 28 y 27 años que, al quedar en situación de calle, encontraron refugio en aquel lugar, se apropiaron de él y lo convirtieron en su hogar.
Juan mide poco menos de metro setenta y es delgado, su tez es relativamente clara, manchada por una barba apenas pronunciada, y su pelo es negro. Lleva puesto un pantalón de buzo azul marca Adidas, un pulóver blanco con rayas negras y capucha, todo sucio y roto en los codos, y unas zapatillas deportivas negras con la suela blanca.
Luciano es de la misma altura y tez que su hermano, pero un poco menos delgado, su pelo es más claro y también lleva una leve barba. Viste una bombacha de campo verde musgo, un rompeviento azul con parches grises en los codos y unas zapatillas idénticas a las de su hermano, pero de color azul.
Ambos afirman que lo que los llevó a vivir en esta situación fue el fallecimiento de su padre. Eso los dejó devastados.
Juan, el mayor, agrega que el otro desencadenante fue que en esa época sufrió un asalto, en el que le dispararon en el muslo derecho. “Pasa que me paré de manos, me resistí y uno de los chabones me disparó. Tuve cuádruple fractura de fémur, me quedó el hueso partido al medio”, explica. Luego del incidente le hicieron una cirugía y le colocaron una prótesis. Debido a la falta de cuidados, su prótesis se está saliendo de lugar, ahora tiene un hueco encima de la rodilla por el que asoma una infección por las condiciones de humedad y suciedad en las que vive. “En realidad ya me la tendrían que haber cortado a la pierna”, cuenta Juan. Actualmente, sólo puede caminar acompañado de un par de muletas que dificultan su movimiento. Por su parte, Luciano cuenta que fue preso por robo calificado con arma de fuego, y que el hecho de tener antecedentes le impide conseguir un trabajo estable. Nadie está dispuesto a emplearlo.
Carolina Cáceres, Trabajadora Social que se encuentra en la guardia de emergencia de Promoción Social, comenta que en Río Cuarto hay ocho personas en situación de extrema vulnerabilidad. “Parece poco, pero para una ciudad como ésta, que es tan generosa con la gente que vive en esas condiciones, que siempre nos avisa si ve que alguien se quedó en la calle y colabora con ellos, es un número muy grande”, afirma. Plantea que la mayoría de estos casos tienen que ver con un alcoholismo pronunciado. “Claramente, el problema de base de estos chicos es de consumo, y está la cuestión de que no pueden ser trasladados ni tratados en contra de su voluntad. Esto es un problema muy grande para los que trabajamos en Promoción Social”, explica.
Del aula al trabajo
Miembros de una familia muy humilde de 12 hermanos (cuatro mujeres y ocho varones), Juan y Luciano de chicos vivían en el barrio Oncativo. “Fuimos una de las primeras familias en llegar ahí, al principio había dos o tres casitas”, comenta Juan. A causa de la pobreza en la que se encontraban inmersos, de niños tuvieron que salir a trabajar. “Viste que cuando sos chico a la mañana vas a la escuela y después de comer salís a jugar con tus amigos, ¿no? Bueno, nosotros no conocimos lo que era hacer eso, porque íbamos al colegio y después salíamos a trabajar para poder juntar una moneda para la comida”, expresa. Con tan sólo ocho y siete años, luego de la jornada escolar, recorrían las calles de Río Cuarto vendiendo pan casero que cocinaba su madre o salamines y morcillas que hacía su padre; también solían acompañarlo en su trabajo como carrero.
Debido a que su padre era alcohólico, muchas veces recibían golpes y maltratos. “Nos pegaba con lo primero que encontrara, un cinto, un palo o el rebenque del caballo”, explica Juan, acostado en su colchón, ya que en los días de humedad le duele mucho la pierna, y le cuesta levantarse. “Nos pegaba porque nos gastábamos la plata en una salita que había en el centro. Pero a veces no hacíamos nada malo y no sabíamos por qué estaba enojado”.
A pesar de los malos tratos, siempre recuerdan a su padre con enorme cariño. “Mi viejo era una masa, era el mejor”, dice Luciano, acentuando las últimas palabras con su mano y con una enorme sonrisa en su rostro. Luego, su felicidad es reemplazada por una mueca de tristeza y añade: “La muerte de mi viejo nos pegó fuerte, pero qué lo vamos a segundear si está en un cajón. Por eso la seguimos remando y le mandamos gas, en el sentido de salir a pedir o a barrer veredas para juntar una moneda”.
A causa del alcoholismo y con 49 años, su padre falleció hace cuatro de un ataque al corazón. “Cuando vino la ambulancia, nos dijeron que no podían hacer nada porque estaba muerto y lo dejaron tirado en un colchón de mi casa”, dice Juan, incrédulo. Su madre se mudó a un departamento, algunos de sus hermanos se quedaron en la casa de la familia y Juan se mudó a una casita junto con su novia. Pero luego sufrió el incidente que lo dejó rengo, por lo que ya no pudo trabajar y comenzó a atrasarse con el alquiler, hasta que fueron desalojados. “Nos quedamos en la calle y con lo puesto, porque tuvimos que darles todos nuestros muebles para pagar los meses que debíamos”, comenta, negando con la cabeza. Dos años después de la muerte de su padre, uno de sus hermanos falleció en un accidente de moto y otro se suicidó. “Se ahorcó por una mina el chabón”, cuenta Luciano, sentado en su colchón con las piernas cruzadas y sus manos abrazándolas. Otro de sus hermanos se encuentra preso actualmente.
Juan y su novia, Débora, sin otra alternativa posible, siguieron su vida dentro de uno de los vagones abandonados del Andino. “En invierno, cuando no aguantábamos el frío, calentábamos agua en una botella con dos velas y, cuando estaba bien caliente, mojábamos un trapo que metíamos adentro de una bolsa y lo poníamos encima nuestro para calentarnos. Tipo bolsa de agua”, dice mientras se ríe. “Y en verano, acá donde estamos ahora es lindo, más fresquito. Pero en el vagón, a las siete de la mañana nos despertábamos recagados porque se empezaba a escuchar como un pluuum, y pensábamos que alguien venía a buscar bardo”, explica con una sonrisa y luego agrega: “¡Eran las chapas del vagón que crujían por el calor!”, suelta una carcajada. “Tipo siete de la mañana tirábamos el colchón abajo del vagón, que había sombra. Y como a las diez, cuando ahí se ponía pesado, nos íbamos abajo de algún árbol”, relata mientras señala los árboles que antiguamente utilizaban como refugio del sol, a escasos metros de su hogar.
Luciano dice que cuando salió de la cárcel, hace un año y medio, se mudó con su hermano. “Más vale que me iba a venir con él, porque somos hermanos y los hermanos tienen que bancarse siempre”, afirma.
Juan, más conocido como “el rengo”, es padre de dos niñas: una de cuatro años, que vive con la madre de Juan, y una bebé de tres meses que vive con la hermana de Juan. “A eso lo decidió la Senaf (Secretaría de Niñez, Adolescencia y Familia), que mis hijas no podían vivir con nosotros. Pero a mí me parece bien, ¿cómo van a vivir de esta manera, en este lugar?”, dice Juan y señala a su alrededor.
“Piensan que somos delincuentes”
“Es complicado el tema con la gente, porque como andamos pidiendo se piensan que somos delincuentes”, dice Juan, a lo que Luciano agrega: “Pero preferimos pedir antes que andar robando, y les hablamos bien porque con el respeto se llega a todos lados”.
Los vecinos del lugar califican a los Aguade como violentos y maleducados y, una minoría, los trata de delincuentes o alcohólicos. “Mucha gente viene a pedir comida y siempre les doy algo. Pero ellos vienen y quieren que les fíe una caja de vino y no voy a hacerlo, entonces empiezan a hablarme de muy mala manera”, afirma el dueño de un kiosco, quien pide reserva de la identidad.
“Así como la gente los ve como un peligro, ellos también se sienten completamente violentados por ese contexto”, dice Cáceres. “Es paradigmático: nosotros tenemos seguridad, una puerta de casa que podemos cerrar con llave, también una familia y amigos que sabemos que nos protegen. Pero ellos no tienen nada de eso, entonces operan así, haciendo bardo. Es su forma de generar seguridad en ese contexto”, alega.
Juan afirma que el lugar es muy inseguro: “De día anda mucha gente y hay policías, pero a la noche no sabés lo que es esto, es tierra de nadie. Entonces tenemos que andar atentos porque vienen a robarnos las pocas cositas que tenemos o a querer meterse y quitarnos la casa. La otra vez, salimos a barrer veredas y cuando volvimos se habían robado una garrafita y un quemador que teníamos para cocinarnos; fíjate que por ahí hay paquetes de fideos y otras cosas, porque nos cocinábamos siempre, pero ahora no tenemos con qué”, expresa mientras señala una caja que hay cerca del baño, con paquetes de fideos y huevos. Luego añade: “Encima fue un chabón que lo segundeamos un par de veces, le prestábamos un colchoncito para que no durmiera en la calle o le dábamos comida”.
Estado ausente
Patricia Muñoz García, Trabajadora Social que ha colaborado en muchos casos de gente en situación de calle, afirma que uno de los problemas fundamentales es la falta de políticas y organismos en la ciudad que puedan abordar casos como el de los Aguade. “Es muy compleja esta situación, y creo que se da por falta de dispositivos de contención. El contexto actual no ayuda en lo más mínimo, porque se ha recortado todo, hay una gran crisis y un escenario de ajustes”, opina y luego agrega: “Todo está muy precarizado; en Promoción Social tendría que haber un equipo exclusivo para los casos de situación de calle, no una guardia, porque esa guardia recibe todo tipo de demandas”.
Dice que el número de personas en situación de calle en la ciudad no es sólo ocho, sino que supera los 15. “Pasa que por ahí algunos tienen techo porque encuentran alguna construcción abandonada y se meten ahí, entonces no los cuentan como una situación de calle. Pero lo es, porque no son condiciones para que una persona pueda vivir”.
Muñoz está convencida de que existe una carencia de políticas que aborden problemas como éste. “Es muy complejo este problema, y creo que la fundamentación es la ausencia del Estado, de políticas públicas y legales. A ellos se les están vulnerando derechos primordiales como el derecho a la alimentación y a tener una vivienda. Son víctimas del sistema y, lamentablemente, no sé dónde vamos a terminar, porque no hay intenciones de crear un equipo”, advierte.
Juan sostiene que el Municipio no ha demostrado interés en colaborar con su causa: “Las asistentes sociales vinieron tres veces, pero ni siquiera quisieron pasar a ver cómo vivimos, siempre se quedan afuera. Fui varias veces a pedirle ayuda al intendente, pero nunca me atendió, la otra vez fui y un chabón que no sé el nombre me dijo: ‘Andate flaco, ya te dije mil veces que no vengas a romper las bolas acá’”.
Un principio de solución es, para Muñoz, la creación de un hogar en donde personas en estas condiciones puedan dormir, bañarse o comer. “La gente en situación de calle tendría que tener su propio parador. Obviamente esa situación de calle lleva su tiempo y hay que acompañarlos, ayudarlos, preguntarles qué les gusta hacer. Lamentablemente, estamos muy acostumbrados a decirles qué hacer”, expresa.
Juan asegura que le gustaría trabajar en alguna quinta, huerta o vivero, ya que tiene mucha afinidad con las plantas: “A mí me gusta mucho la botánica. De chico, con mi viejo siempre hacíamos una quintita”. Por otro lado, Luciano expresa que cualquier trabajo sería de su agrado, “yo trabajo en lo que sea, porque tengo las manos y los pies sanos, entonces puedo hacer cualquier cosa, no como mi hermano. Por eso estoy con él, lo sigo a todos lados porque los hermanos tienen que ayudarse”, comenta, luego dice con una sonrisa: “Che, están muy ricos los mates”.
Sobre el final, Juan agradece la visita: “¡Está bueno que alguien se preocupe por nosotros y nos venga a preguntar cómo estamos! Nunca lo habían hecho, estamos recontentos. Que la gente sepa cómo vivimos. Una vez fuimos a hablar para que venga algún medio, pero nunca nos dieron bola. Así que ya saben, pueden venir a charlar con nosotros cuando quieran, nos hace rebién hablar con otras personas”.